En aquella noche de invierno, la luna estaba permanentemente esplendorosa, la noche brillaba y difundía un resplandor único y sublime. Mientras que yo, delante de un vacío irreparable, intentaba encontrar el lado más intenso de mi ser. En una hoja en blanco era obligado a escribir mi actual dolor, lo que alarmaba tanto cada átomo de mí ser. No voy a relatar con agudo fervor mi actual angustia (como suelo hacerlo), tan solo describiré este momento de incertidumbre en donde intentaba con desesperación desahogarme en esa mera hoja, en ese inmenso blanco. Lo que no sabía era que ese blanco, era tan permanente como el esplendor de la luna de aquella noche.
Algunos minutos después seguía con la misma determinación, era mi deber escribir un poema, un muy buen poema. Recuerdo la última vez que sentí un dolor así de intenso, angustiante e mortífero. Estaba en Roma, en una noche semejante, me senté algunos segundos a contemplar la luna, luego empecé a escribir, escribí como diez poemas sensacionales que fueron publicados en ese verano. Por esa razón, en esta callada noche de invierno sentía que era mi obligación escribir los versos más bellos y tristes que nadie jamás tubo el desesperado placer de leer. Me sentía cada segundo peor, el nudo en la garganta crecía y me faltaba aire a cada suspiro. Sabía que no tenía el derecho de llorar ni embriagarme, era más que un compromiso, el dolor que sentía debía ser compartido con todos aquellos que aprecian el dulce drama de la poesía. Crucé los brazos, oculté mi falso orgullo, mordí los labios, derrame unas cuantas lágrimas, suspiré y empecé a escribir.
No quiero engañar a nadie, la verdad es que no empecé a escribir, era completamente inútil. La hoja en blanco continuaba tan pura como antes. Siempre tuve la duda de que si los poetas sentían el dolor de una forma más intensa, o talvez más devastadora. He tenido la oportunidad de notar que nosotros llegamos a sentir pena de nosotros mismos con más facilidad. El objetivo de todo poeta es escribir versos que provoquen al lector esta sensación: Yo quería decir esto, pero no sabía cómo. Aunque personalmente yo sea de la teoría de que el dolor o la pasión en su clímax sea imposible describir, nosotros apenas intentamos acercarnos. Después de pensar mucho sobre diversos asuntos me distraje de mi dolor, y mientras mordía con brutalidad el lápiz que sostenía… oí un chillido. Era un chillido tan alto y agónico que seria completamente imposible describir. Provenía de dentro de mí desesperada alma. Siendo sincero, sentí miedo, el sonido era cada vez más intenso y no encontraba manera de detenerlo.
Solo aquellos que ya sintieron ese repulsivo sentimiento de impotencia hacia lo desconocido, saben a lo que me refiero. Tenía la horrible sensación de que mis sueños estaban despedazándose poco a poco y de que mis más terroríficos recuerdos me invadían en un ataque punzante hacia mí. De repente, sentí que estaba desapareciendo, primero me convertía en una sombra, luego en el recuerdo de una sombra. Esa sensación aunque muy intensa no duró mucho. Algunos minutos después me sentía mejor, estaba nuevamente dispuesto a escribir.
Tenía grandes ganas de gritar, estaba en la tercera de las cuatro etapas. Cuando algo de esta magnitud me sucede, al instante me deprimo exageradamente, lamento cada suspiro que haya vivido. Luego me desespero, me siento prisionero de mi melancolía. La tercera etapa es como ya la mencioné: ganas incontrolables de gritar, de estallar todas las desilusiones que me hicieron ser una persona tan sensible.
Finalmente, había llegado a la cuarta etapa. Todo estaba perfecto nuevamente, las flores retornaron a tener su dulce perfume, el viento volvió a tocar suavemente mi rostro y el agua continuaba infinitamente cristalina. Una sonrisa nacía en mi rostro, el momento de llorar, de reclamar y llenar el corazón de melancolía había pasado.
Me dirigí hasta la cocina, me serví una copa de vino. Volví a sentarme en la misma silla que estaba anteriormente para observar lo que había escrito. Demostré una expresión de absoluta incompetencia, no había escrito nada. La hoja continuaba en blanco, pero humedecida con gotas saladas.
Algunos minutos después seguía con la misma determinación, era mi deber escribir un poema, un muy buen poema. Recuerdo la última vez que sentí un dolor así de intenso, angustiante e mortífero. Estaba en Roma, en una noche semejante, me senté algunos segundos a contemplar la luna, luego empecé a escribir, escribí como diez poemas sensacionales que fueron publicados en ese verano. Por esa razón, en esta callada noche de invierno sentía que era mi obligación escribir los versos más bellos y tristes que nadie jamás tubo el desesperado placer de leer. Me sentía cada segundo peor, el nudo en la garganta crecía y me faltaba aire a cada suspiro. Sabía que no tenía el derecho de llorar ni embriagarme, era más que un compromiso, el dolor que sentía debía ser compartido con todos aquellos que aprecian el dulce drama de la poesía. Crucé los brazos, oculté mi falso orgullo, mordí los labios, derrame unas cuantas lágrimas, suspiré y empecé a escribir.
No quiero engañar a nadie, la verdad es que no empecé a escribir, era completamente inútil. La hoja en blanco continuaba tan pura como antes. Siempre tuve la duda de que si los poetas sentían el dolor de una forma más intensa, o talvez más devastadora. He tenido la oportunidad de notar que nosotros llegamos a sentir pena de nosotros mismos con más facilidad. El objetivo de todo poeta es escribir versos que provoquen al lector esta sensación: Yo quería decir esto, pero no sabía cómo. Aunque personalmente yo sea de la teoría de que el dolor o la pasión en su clímax sea imposible describir, nosotros apenas intentamos acercarnos. Después de pensar mucho sobre diversos asuntos me distraje de mi dolor, y mientras mordía con brutalidad el lápiz que sostenía… oí un chillido. Era un chillido tan alto y agónico que seria completamente imposible describir. Provenía de dentro de mí desesperada alma. Siendo sincero, sentí miedo, el sonido era cada vez más intenso y no encontraba manera de detenerlo.
Solo aquellos que ya sintieron ese repulsivo sentimiento de impotencia hacia lo desconocido, saben a lo que me refiero. Tenía la horrible sensación de que mis sueños estaban despedazándose poco a poco y de que mis más terroríficos recuerdos me invadían en un ataque punzante hacia mí. De repente, sentí que estaba desapareciendo, primero me convertía en una sombra, luego en el recuerdo de una sombra. Esa sensación aunque muy intensa no duró mucho. Algunos minutos después me sentía mejor, estaba nuevamente dispuesto a escribir.
Tenía grandes ganas de gritar, estaba en la tercera de las cuatro etapas. Cuando algo de esta magnitud me sucede, al instante me deprimo exageradamente, lamento cada suspiro que haya vivido. Luego me desespero, me siento prisionero de mi melancolía. La tercera etapa es como ya la mencioné: ganas incontrolables de gritar, de estallar todas las desilusiones que me hicieron ser una persona tan sensible.
Finalmente, había llegado a la cuarta etapa. Todo estaba perfecto nuevamente, las flores retornaron a tener su dulce perfume, el viento volvió a tocar suavemente mi rostro y el agua continuaba infinitamente cristalina. Una sonrisa nacía en mi rostro, el momento de llorar, de reclamar y llenar el corazón de melancolía había pasado.
Me dirigí hasta la cocina, me serví una copa de vino. Volví a sentarme en la misma silla que estaba anteriormente para observar lo que había escrito. Demostré una expresión de absoluta incompetencia, no había escrito nada. La hoja continuaba en blanco, pero humedecida con gotas saladas.
2 comentarios:
Me encanta! q cuento tan chevere. nunca dejes de escribir!
te quiero.
me parece, aunque el riesgo de la equivocación es evidente: esto es escribir, la lucha que se lleva con el gran monstruo blanco, que es un suicida, que existe para morir. comparto angustias.
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